CAPÍTULO I
Mientras penosamente atravesaba un oscuro callejón, pensó que quizás sería bueno cantar, logrando, tal vez así, despejarse un poco, sin tener, claro está, demasiado en cuenta la posible opinión de los vecinos que, en ese momento, se encontraran durmiendo en los alrededores.
Naciendo tal intención, y repentina determinación, de aclarar su mente, de que aquella noche su camino de vuelta hacia el hogar parecía estarse haciendo interminable, no pudiendo ese joven evitar tropezar, a cada momento, y, a causa de su desequilibrado y errático caminar, apenas lograba avanzar a través de las calles de la ciudad. Deambulando de este modo, como una peonza, y a tumbos, rebotando de una pared a otra, sin lograr mantener un rumbo determinado.
Y así, una vez tomada tal extraña resolución, comenzó a cantar, gritando, desafinada y arrítmicamente, con toda su voz.
Apenas habría cantado unos instantes, y avanzado algunos pasos, cuando comenzó a acompañarle una fuerte y grave voz, primero, haciendo una especie de coros a las canciones del joven y, poco más tarde, cuando el muchacho detuvo su canto, aquella voz continuó canturreando sola, abandonando, gradual y paulatinamente, el grave registro de bajo, con el que parecía haberse presentado, para ir adoptando, poco a poco, un tono más agudo.
Lentamente ese canto continuó escalando y, en apenas un par de estrofas, aquella sonora y bien afinada voz pasó de un posible registro de barítono a uno mucho más alto que el de un tenor, sin perder, sorprendentemente, la virilidad de su tono.
Y en la misma medida en que aquel singular y misterioso cantante fuera modificando su voz, también iría dejando de pronunciar la letra de sus canciones, hasta terminar, aparentemente, maullando afinada y rítmicamente.
Mientras el muchacho escuchaba todo ese inusual recital, trataba de adivinar la identidad del extraño cantante al que no podía ver, pero que, sin duda, debiera de estar en el mismo callejón en donde él se encontraba.
Y, como el joven, apenas podía distinguir nada a través de la densa oscuridad en que todo ese lugar parecía estar sumido, y como tan siquiera conseguía averiguar si acaso pudiera haber allí más de una persona, pensó que su mejor opción sería presentarse, pretendiendo así descubrir la identidad de aquel o aquellos misteriosos cantantes.
Penosamente trató de mantenerse erguido y equilibrado, apoyándose para ello en una de las húmedas y sucias paredes del callejón y, cuando logró mantenerse, medianamente, en pie y estable, comenzó su presentación.
−¿¡Amigo!? ¿¡Nos conocemos!? –gritó, con un tono a camino entre la exclamación y la interrogación−. No recuerdo haberte escuchado nunca antes cantar. ¡Sal de la oscuridad y ven a donde estoy! Que así podre averiguar quién eres. ¿¡O podremos presentarnos!?
−Puedes estar seguro de que no nos conocemos −contestó la voz−. Pero, a ti, nada te incumbe quién soy y, a mí, nada me importa quién eres, porque sólo me gusta juntarme con aquella alegre gente a la que en verdad le gusta disfrutar de cada momento, y pasarlo bien. Y tú, según parece, ya estás regresando hacia tu casa, así que, ¡buenas noches y sigue tu camino!, que nada quiero tener que ver contigo.
Y tras esta despedida, la voz comenzó a alejarse de allá, tarareando.
−¡Está claro que no nos conocemos! –gritó el joven−. Porque, si así fuera, sabrías que soy la persona a la que más le gusta pasarlo bien en esta ciudad. Y, si piensas que estoy yendo a mi casa, para acostarme, te confundes, porque, si voy hacia allá…, es sólo para tomar más dinero que gastar.
−¡Bien, bien, bien! Entonces, sí puede que haya sido una fortuna encontrarte y, también, que termine alegrándome de conocerte −contestó la voz, deteniendo sus pasos−. Pero, si estás tan seguro de lo que dices, te propongo que salgamos de fiesta los dos juntos y que no nos separemos más hasta que logres agotarme, demostrándome así que a ti en verdad te gusta tanto la diversión, el despilfarro y el exceso como a mí.
−¡Bien acepto lo que me propones! –respondió, triunfal y decididamente, el joven−. ¡Así que ven acá! ¡Únete a mí y acompáñame a mi casa! Que allí, juntos, tomaremos todo cuanto necesitemos y, después, saldremos de fiesta, hasta que ya no aguantes más. ¡Vamos, nuevo amigo, acércate hasta mí que podamos presentarnos!
Justo tras aceptar la propuesta, el joven pareció recuperarse, milagrosamente, desapareciendo su sueño, cansancio y embriaguez, logrando entonces fijar su vista en ese callejón.
Inmediatamente trató de descubrir al nuevo compañero con el que acababa de conversar, pero, por mucho que observó a su alrededor, y que miró, de un lado para otro, inspeccionando, atentamente, todo aquel lugar, con su vista, no logró hallar a nadie, no encontrando allá nada más a parte de un gran gato negro, que en ese preciso momento permanecía impasiblemente inmóvil, sentado frente a él, en el mismo centro de ese oscuro callejón.